Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar.
No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar.
¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se auto flagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales.
A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo. Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi forma de ladrar?". La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano”.
"Aprendiendo a ladrar" de Mario Benedetti.
Aprendiendo a ladrar. Mario Benedetti
viernes, 17 de abril de 2015
Desvelado el mecanismo del amor entre los perros y sus dueños
Las mascotas y sus amos retroalimentan su felicidad mirándose a los ojos, un fenómeno que dispara la producción de la hormona del afecto en los cerebros de ambos
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"El amor hacia el perro es voluntario, nadie lo fuerza [...]. Y lo principal: ninguna persona puede otorgarle a otra el don del idilio. Eso sólo lo sabe hacer el animal [...]. El amor entre un hombre y un perro es un idilio. En él no hay conflictos, no hay escenas desgarradoras, no hay evolución", escribía Milan Kundera en La insoportable levedad del ser. En la novela, la protagonista, Teresa, llega a pensar que el amor que siente por su perra Karenin es mucho mejor que el que siente por su marido.
Este sentimiento se repite en un sinfín de obras artísticas y se condensa en una frase, “Cuánto más conozco a las personas, más quiero a mi perro”, que ha sido atribuida a decenas de autores, aunque posiblemente podría ser firmada por decenas de millones. Hoy, un equipo de científicos ilumina este proceso de enamoramiento entre los perros y sus dueños: retroalimentan su felicidad mirándose a los ojos.
Los investigadores, encabezados por el veterinario japonés Takefumi Kikusui, metieron a 30 perros con sus dueños en una misma habitación, durante 30 minutos, y observaron lo que ocurría: miradas, caricias, voces mimosas. Y, antes y después del experimento, midieron la cantidad de la llamada hormona del amor, la oxitocina, en la orina tanto de las mascotas como de los amos.
Las conclusiones de Kikusui, de la Universidad de Azabu (Japón), son sorprendentes: cuanto más se miraban a los ojos los perros y sus dueños, más oxitocina producían sus cerebros. A continuación repitieron el experimento con lobos criados a biberón. La hormona, ingrediente químico fundamental del cariño que sentimos en nuestro cerebro, no aumentaba.
El equipo de científicos fue todavía más allá. En un tercer experimento, rociaron oxitocina en el hocico de algunos perros y los volvieron a meter en una habitación con su dueño y dos personas desconocidas. En los vídeos, puede verse cómo algunas mascotas se quedaban congeladas mirando a los ojos de sus dueños, que a su vez producían más oxitocina, en una cantidad correlacionada con la de sus animales.
“Estos resultados respaldan la existencia de un bucle de oxitocina que se autoperpetúa en la relación entre humanos y perros, de una manera similar a como ocurre con una madre humana y su hijo”, sostiene el equipo de Kikusui, que publica sus conclusiones en la portada de la prestigiosa revista científica Science. Durante el proceso de domesticación, a lo largo de miles de años, los perros habrían evolucionado para imitar un comportamiento, la mirada de los niños, que provocaba recompensas y mimos. “El alma que hablar puede con los ojos también puede besar con la mirada”, recitaba el poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Kikusui dice lo mismo, pero de los perros y sus dueños.
Las implicaciones del estudio son importantes desde el punto de vista médico. Los resultados apoyan las terapias con perros para personas con autismo o trastorno de estrés postraumático, dos patologías en las que, de hecho, se está empleando la oxitocina como tratamiento experimental.
El trabajo de Kikusui, sin embargo, tiene puntos débiles. Los perros rociados con oxitocina que se quedaban congelados mirando a sus dueños eran todos hembras. Un estudio similar en humanos, llevado a cabo en 2012 con 35 padres y sus hijos de cinco meses en Israel, no halló estas diferencias por género. Los adultos eran rociados con oxitocina y la hormona del amor subía en paralelo en los niños, fueran chicos o chicas. “Es fascinante ver que la oxitocina se disparó sólo entre los propietarios de las perras”, opina el principal autor de aquel estudio, el médico Omri Weisman, de la Universidad de Yale (EE UU).
Para el equipo de Kikusui, es posible que las perras sean más sensibles a la administración intranasal de oxitocina o, incluso, que la hormona aplicada artificialmente a los machos desencadenara un mecanismo de agresividad ante la presencia de extraños.
En 2009, el húngaro József Topál, experto en comportamiento animal, publicó otro estudio en la revista Science que mostraba que los perros y los bebés de 10 meses de edad buscaban un objeto en su escondite inicial aunque hubieran visto que se había cambiado de lugar, en parte debido a la mirada engañosa de la persona que lo escondía, que señalaba al escondrijo original. En el trabajo de Kikusui, Topál echa de menos experimentos con lobos más socializados, entrenados para mirar a los ojos de sus dueños.
El investigador, de la Academia de Ciencias Húngara, recuerda que incluso los lobos criados con biberón evitan la mirada de sus amos, porque para ellos este comportamiento está asociado a la amenaza. Pero los lobos pueden aprender a comunicarse de manera amable con la mirada, según demostró un estudio en 2011. A juicio de Topál, incluir estos lobos en los experimentos de Kikusui habría servido para discernir si esa mirada lobuna genera también la hormona del amor en el cerebro de sus dueños o si se trata de un rasgo únicamente perruno.
“El estudio de Kikusui es impresionante, pero cualquier conclusión sobre la coevolución de este proceso es prematura”, afirma. “No se puede excluir la hipótesis de que este bucle de oxitocina que se autoperpetúa pueda existir entre las personas y cualquier otro animal, siempre que el animal presente comportamientos afiliativos socialmente relevantes, como la tendencia de mirar a los humanos”, sentencia. El perro es el mejor amigo del ser humano, pero podría serlo cualquier otro bien entrenado, sugiere.
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